No recuerdo si fue en 1992 o 1993. Yo estudiaba en el colegio Nacional Florida y todos los días, rumbo a clases, pasaba de ida y vuelta por la puerta de la secretaría de Real Santa Cruz que estaba en la calle Manuel Ignacio Salvatierra.
Ahí, parado en la puerta de la oficina, solía verlo a don Nacho Talavera, a quien conocía a través de los programas deportivos porque él había asumido la presidencia de Real en uno de los momentos más críticos del club.
En una ocasión, a don Nacho lo entrevistaron en un programa deportivo de televisión. Mientras él contaba lo difícil de la situación económica del club, se le cayeron las lágrimas. Lo habían dejado solo a cargo del club con una serie de problemas económicos por delante. Y él no era un millonario ni un político que había asumido el cargo para buscar algún tipo de ganancia. Era un hincha de corazón que había decidido «ponerle el pecho a las balas» cuando el club de sus amores más lo necesitaba.
Fue la primera vez que un dirigente del fútbol me inspiró confianza y respeto. Yo sabía que las lágrimas de don Nacho salían desde lo más profundo de su ser. Mientras don Nacho lloraba por su Real Santa Cruz, yo (hincha de Oriente Petrolero) sentía admiración por ese hombre, quien demostraba que en el fútbol no sólo hay cracks dentro de la cancha, sino también fuera de ella.
Miguel Ángel Souza