Opinión

Mucho más que solo gajes del oficio

Por Maggy Talavera (*)

Ya se sabe que cada oficio tiene sus propias barreras o dificultades a vencer por parte de quienes lo ejercen. Son barreras y dificultades, podríamos decir, propias de cada uno de ellos, según su naturaleza. Las enfrentan los guardaparques en medio de lugares solitarios e inhóspitos, los bomberos o médicos al atender una emergencia, los parlamentarios o funcionarios públicos en sus intervenciones, los trabajadores de la prensa al investigar los hechos en busca de la verdad. Y la lista de ejemplos sigue de lo que solemos decir que son apenas gajes del oficio. Solo que, de un tiempo a esta parte, las barreras o dificultades ya no son simples gajes del oficio, sino obstáculos mayores convertidos en graves amenazas.

Lo visto en el caso Las Londras ayuda a graficar lo dicho: una veintena de personas, entre las que estaban seis trabajadores de la prensa y cuatro policías, entre ellos nada menos que el comandante de la Chiquitania, fue secuestrada y sometida durante siete horas a torturas verbales y físicas por un grupo armado que no tuvo reparos en disparar muchas veces, destruyendo equipos de prensa y causando daños en los vehículos utilizados para llegar al lugar. El comandante policial sufrió un desmayo por los golpes recibidos y otro de los efectivos tuvo que ser internado en un centro médico, con tres costillas rotas, según el testimonio dado por cada uno de los afectados por la violencia.

Esa violencia ya no es apenas un gaje del oficio, ni para los policías, ni para los periodisas, porque no se trata solo de dificultades o riesgos que se corren en ambos oficios, sino de una acción criminal que está siendo socapada, cuando no alentada, por funcionarios de la institucionalidad del Estado llamada más bien a proteger a los ciudadanos, a todos sin una sola excepción, y asegurar las garantías constitucionales para el ejercicio de sus tareas. Es la evidencia de este apañamiento desde los órganos del Estado la que lleva a afirmar que no se trata más de gajes del oficio, sino de verdaderas y graves amenazas, que pueden ser incluso letales, las que están enfrentando, en este caso, policías y periodistas.

Voy a poner énfasis en el caso de los trabajadores de la prensa, porque ya no se trata de un caso aislado y, además, por el peligro que esta realidad entraña para las libertades de prensa y de expresión en Bolivia y, por ende, para la democracia. Queda claro que hay un afán desmedido en restringir lo máximo posible el trabajo de los medios de comunicación y evitar así que salgan a luz pública hechos irregulares que están ocurriendo en el país, al amparo y aliento del partido de gobierno. Dirán que en ese afán hay muchos más, y eso es también cierto: al poder, sea político o económico, le incomoda la fiscalización de sus actos y que se revele lo que muchas veces estos ocultan. Pero en estos últimos tiempos, es también evidente que ese afán es mayor y con más violencia desde el poder central.

No se trata solo de lo visto en Las Londras. Esa violencia a manos de grupos irregulares, que amenaza también a otros sectores de la sociedad civil como ya lo han denunciando bomberos, guardaparques y pueblos indígenas que sufren el avasallamiento de sus tierras y territorios, es percibida también en otros ámbitos y a través de otras manifestaciones, como es la violencia verbal, de la que sobran ejemplos entre las vocerías oficiales que no se cansan de alimentar sentimientos de odio y resentimiento entre sus afines. En ese tipo de violencia se inscribe, sin duda, la declaración de un diputado supranacional del MAS en la que aboga por la asfixia económica a los medios de comunicación que no se sometan al relato oficial de los hechos. Amenazas que van subiendo de tono y agravan un problema que ya no atañe solo a los medios o a los trabajadores de la prensa, sino a la sociedad, porque está en riesgo la información, reconocida como bien común por la Unesco.

Un problema mayor al que deberíamos darle la mayor atención posible, no solo de modo testimonial, con denuncias verbales o pronunciamientos públicos, sino con acciones de hecho y coordinadas entre todas las instituciones y sectores de la sociedad civil. Algo que habrá que comenzar reclamándole a los propios medios de comunicación, cuyos dueños parecen aun no haber percibido el peligro real que corren sus empresas como negocio, al estar en serio peligro su principal capital, que no es otro que el capital humano, su planta de trabajadores, la que hace posible llegar con información a sus públicos y auspiciadores.

Estamos en una situación de alto riesgo. La amenaza contra las libertades de expresión y de prensa es real, no es un relato de ficción. Que esa amenaza no llegue a mayores. Que sea frenada ¡ya!, no hay tiempo que perder. En realidad, ya hemos perdido demasiado tiempo esperando la actuación de las autoridades e instituciones llamadas por ley para frenar y castigar los excesos de quienes han pasado, sin ningún disimulo, de la amenaza a la consumación de las mismas. Y es bueno remarcar: acá perdemos todos.

(*) Publicado en El Deber y Los Tiempos, domingo 21 de noviembre de 2021