La cancha deportiva techada estaba llena de niños y adolescentes. Todos bien sentaditos, uniformados, ansiosos por recibir el regalo que habían elegido para Navidad (una Navidad adelantada, eso sí). El bullicio solo paraba con la voz de orden de fray Gerásimo. En uno de los extremos de la cancha, una larga mesa llena de paquetes coloridos era el punto de mayor atracción. Uno a uno iba pasando al frente para recoger el regalo enviado por una madrina o un padrino, voluntarios reclutados a través de la campaña solidaria que cada fin de año impulsa un grupo de mujeres extraordinarias.
La imagen puede evocar a cualquier escuela poblada de niños y adolescentes que luego del festivo acto toman sus mochilas y regresan a casa. Pero no es el caso de los 165 niños y adolescentes que estaban expectantes e inquietos en este acto. Ninguno tiene una casa o una familia a la cual regresar. Casa y familia, para ellos, es el Hogar Santa Cruz que los acoge; a la mayoría, desde hace años. Abandonados por los suyos, huérfanos algunos o víctimas de abusos y violencia extrema, se han librado de vivir en situación de calle, gracias al fallo de algún juez que los derivó al Hogar.
Claro que alivia saber que están bajo techo y no deambulando por las calles, que pueden servirse tres o cinco refecciones al día y no morir de hambre, que tienen ropa y zapatos, que van a la escuela y, si enferman, los cuidados médicos necesarios. Eso, por lo menos, en este Hogar y en casi todos los centros de acogida que hay en Santa Cruz, a los que les llega un auxilio de la Gobernación, que se traduce en becas alimenticias, escolares y de higiene personal mensual además de otras trimestrales para ayudar con los gastos en gas domiciliario y productos de limpieza.
Pero también no hay duda de que todo eso no basta para salir con el alma en paz después de una visita a este o a cualquier otro centro de acogida de niños y adolescentes. Es difícil no pensar en el drama que ha padecido cada uno de ellos antes de ser derivado a un centro de acogida. En el drama que siguen viviendo muchos de ellos, unos más que otros, según cada historia de vida. Pienso ahora en Juan (nombre ficticio), que acaba de cumplir 18 años y que tendrá que abandonar, sí o sí, el Hogar que lo acogió los últimos tres años. Así lo determina la ley. Siendo mayor de edad, no puede seguir allí.
Sentí tristeza en la voz de fray Gerásimo al hablarme de Juan. “No quiere volver al pueblo en el que nació, no tiene a nadie en la ciudad, carga un ‘atadijo’ personal difícil de borrar, y así tendremos que dejarlo ir”, me dijo mientras su mirada se perdía no sé dónde. Fray está buscando un cuarto cerca del hogar, está decidido a pagarle tres meses de alquiler y le ha ayudado a encontrar un trabajo que, dependiendo del propio Juan, podrá ayudarle a seguir adelante. Pero el riesgo de que Juan pierda el rumbo es mayúsculo. ¿Cuántos Juanes hay en este momento en Santa Cruz, en Bolivia? ¿Y quién cuida de ellos?
Al otro extremo están los tres niños de 4 años que viven en el Hogar (excepción obligada por la urgencia de darles cobijo, ya que el Hogar Santa Cruz solo acogía a niños de seis a 16 años). Son los más chiquititos. Pude verlos en el acto y fue imposible no conmoverme al percibir en sus rostros una extraña mezcla de alegría y melancolía. Pensé en una frase que he escuchado este año en al menos tres voces distintas: nada reemplaza al verdadero hogar, al amor auténtico de una madre y de un padre. Amor auténtico, enfatizo, porque a pesar de los buenos deseos, este no siempre está presente en el hogar primero. Muchas veces, hay más amor y cuidado lejos de casa.
Esta es una realidad insoslayable y, por mucho que duela y cueste comprender, hay que aceptarla. Lo que nos resta no es otra opción que la de ayudar a curar heridas, a salvar a cada niño o adolescente carente de amor y cuidado. Podemos hacerlo como voluntarios, apoyando a cualquiera de los 71 centros de acogida que hay en Santa Cruz o a los más de 200 que hay en el país, en los que hasta 2015 había casi 9.000 niños y adolescentes abandonados. En muchos casos, en situación precaria y alta vulnerabilidad.
Es importante también demandar al Estado que cumpla sus tareas, a cada uno de los tres niveles de gobierno, a la Defensoría del Pueblo y a tantas otras instituciones llamadas por ley para garantizar la protección de niños y adolescentes. Urge poner en agenda pública este tema, hasta hoy abordado solo marginalmente. Mientras tanto, sigo con un niño clavado en el pecho. En realidad, no uno, sino cientos, miles…