Maggy Talavera (*)
La interrogante va en plural, porque si de algo ya no hay duda a quince meses del primer caso de COVID-19 en Bolivia, es que todos somos responsables de los magros y frustrados resultados obtenidos hasta hoy en la lucha contra el virus. Autoridades y funcionarios de los diferentes niveles de gobierno, de un lado, y sociedad civil, organizada o no, de otro lado. Por supuesto que cada uno con su propia carga de responsabilidad. La de unos más pesada y grave que la de otros, pero todos, al final, corresponsables del drama que sigue golpeándonos hoy con un impacto desgarrador y que está aun lejos de ser superado.
Comencemos por los primeros. ¿Quieren realmente las autoridades públicas frenar esta tercera ola del COVID-19, que está golpeando más duro al país y complicando mucho más la situación epidemiológica, reflejada en el ascenso sostenido de la curva de contagios, en el número de enfermos graves y en la incapacidad del sistema de salud para contenerlos? Por lo visto, la respuesta es no. El gobierno central ha dado abundantes muestras de cuál es su prioridad en estos tiempos de pandemia: el proyecto político de su partido, el MAS, y no la salud de los bolivianos. Enfrascado en su disputa política, ha sido incapaz de aunar fuerzas y recursos para enfrentar de manera adecuada y efectiva la pandemia.
Lo demostró al imponer en la ALP una nueva ley de emergencia sanitaria que centraliza aun más las decisiones y recursos necesarios para administrar la pandemia, desoyendo la voz de sectores claves, como es el del sector salud, nada menos que el que está luchando en primera línea contra el virus. Lo ha demostrado también en el manejo de las vacunas y de los medicamentos necesarios para luchar contra el COVID-19, un manejo marcado por la discrecionalidad, falta de transparencia en los contratos de adquisición y distribución de los mismos. Pero además, en el incumplimiento de pago de sueldos a todo el personal de salud contratado excepcionalmente para COVID-19 en cada departamento.
Por si acaso, un incumplimiento que se arrastra por más de tres meses. Y no solo esto. El gobierno central tampoco ha cumplido con la entrega de memorandos a los médicos que se sometieron a concurso de méritos en enero de este año, para cubrir la atención en los DOMOS habilitados en los hospitales públicos para pacientes COVID-19. ¿Cómo es posible este maltrato para quienes están luchando en primera línea, arriesgando sus vidas, para tratar de salvar cientos, sino miles, de otras vidas? Con una yapa: la mayoría del personal de salud lo hace en condiciones adversas, sin equipos, insumos y apoyo suficiente. Basta pasar unas horas en cualquier centro COVID para padecer por el drama que allí se vive.
Eso no es todo. Hay que ver el cinismo (porque a estas alturas es imposible creer que sea solo ignorancia) de las principales autoridades de gobierno, al hacer declaraciones en las que quieren desentenderse de sus responsabilidades, como las realizadas hace poco por el presidente Arce. Este reclamó a las gobernaciones y alcaldías municipales “no cumplir” con las tareas compartidas con el gobierno central, que “hasta” les entrega remedios “gratis”. ¿Olvida el presidente que, en primer lugar, no es un regalo ni un favor, sino una obligación del nivel central? ¿Ignora acaso que el nivel central se queda con el 87% de los recursos del PGE y que solo resta 13% para distribuir entre 370 entidades territoriales, entre ellas los gobiernos departamentales y municipales?
Gobiernos departamentales y municipales que, por supuesto, también cargan sus propias responsabilidades en los frustrantes resultados de la lucha contra el COVID-19. Entre otras: el de no ser capaces de hacer una fuerza común para contrarrestar el relato oficial sobre la administración y cifras reales de la pandemia; no hacer gestiones en bloque para arrancarle al nivel central una vía expedita para importar vacunas; y no abogar, como sí deberían hacerlo, a favor del personal salud para COVID, cuyo pago depende del gobierno central. Además, por supuesto, de estar tomando decisiones también más políticas o bajo la influencia de gremios preocupados por la economía, en vez de tomar acciones acordes con los reportes epidemiológicos de sus propios SEDES, de sus equipos técnicos.
Lo volvimos a comprobar este viernes en Santa Cruz, al conocer las decisiones del COED. Juegan con las palabras y con las manecillas del reloj para hacer creer que hay “nuevas” restricciones, cuando en realidad las han ido flexibilizando. Esto, mientras informan a la vez que los casos positivos van en ascenso, que la saturación de las camas UTI continúa, a pesar de haber sido ampliadas, y que hay más de once mil casos activos circulando por la capital y provincias. Vale traer aquí un dato: se estima, en promedio, que cada caso activo contagia a otras cuatro personas. Haga números. El crecimiento es exponencial. Acá, una pregunta: ¿por qué no se han habilitado los centros de aislamiento, tal como los hubo el año pasado? Sin duda, más efectivo debe ser encapsular a los activos por dos semanas, que tratar de hacerlo con tres millones de habitantes.
Y nosotros, la población civil. No da para afirmar si la mayoría o la minoría es consciente de la principal responsabilidad que tiene en manos, de cuidarse a sí misma y a su familia. No hay un estudio que nos permita aportar el dato. Pero lo cierto es que aun hay mucha gente actuando de manera irresponsable. Gente que se resiste a cumplir las reglas de bioseguridad (uso adecuado de barbijo, distancia física, lavado de manos). Y no son solo los comerciantes de los mercados o los choferes del transporte público. Hay muchos más y los vemos también en jaranas de toda laya, privadas o públicas. ¿Tendrán que llorar a muchos muertos antes de ser capaces de parar, pensar y decidir ayudar a frenar la pandemia? Esto me agobia, porque ahora estoy más convencida que nunca de que está en nuestras manos, principalmente, parar la ola de contagios.
(*) Publicado en El Deber y Los Tiempos.
Santa Cruz de la Sierra, 13 de junio de 2021