Por Maggy Talavera (*)
Sin pensamiento no hay solución, dice Juan Claudio Lechín en una larga conversación que compartimos hace dos días por nuestras redes sociales. No fue una frase más, de esas que se lanzan al azar, sino parte de una concienzuda reflexión provocada por una preocupación cada vez mayor sobre el rumbo que está tomando no solo nuestro país, sino también los países vecinos, a cuya lista Juan Claudio suma también algunos más allende los mares. Cuando dijo la frase, no pude dejar de conectarla con una pregunta recurrente que hago a uno que otro político con algún nivel de representatividad.
La pregunta no es otra que esta: ¿hay debate al interior de sus grupos, agrupaciones, plataformas, movimientos o partidos políticos? Por lo que dejan entrever sus acciones, sean como oficialistas u opositores, da para anticipar una respuesta negativa. Es decir, que no hay debate político ni de otra naturaleza, a no ser el que originan definiciones sobre candidaturas o jefaturas, por citar las más evidentes. En otras palabras, no hay pensamiento. Por lo tanto, tampoco solución, solución a los problemas que se originan por ese tortuoso camino abierto para Bolivia, del que muchos se quejan, pero pocos (o ninguno) se muestran capaces o con voluntad de enderezar.
La coyuntura domina el escenario político, mal que se extiende hacia otros sectores y se retroalimenta de otra ausencia o falta mayor vista nada menos que entre quienes están llamados precisamente a eso, a pensar, a crear pensamientos: los intelectuales. ¿Dónde están los intelectuales, que están haciendo?, ¿acaso están con el pensamiento congelado, como lo están a su vez las universidades, con los conocimientos congelados e incapaces de buscar soluciones propias, adecuadas a nuestra realidad? Yo comparto como interrogantes lo que Lechín presenta como afirmación contundente. En mi caso, dándoles aun el beneficio de la duda, aunque cada vez menos cómoda al hacerlo así. Tal vez toque nomás tirar los dardos al corazón, como lo hace Juan Claudio.
Unos dardos que sean capaces de sacudirlos de la modorra que los paraliza cada vez más -aunque lo justo aquí sería hablar en plural y decir “sacudirnos” a todos y no solo a la tal intelectualidad. Una parálisis que llega al extremo de impedirles (o impedirnos) ver cómo se repiten estrategias y tácticas maquiavélicas (Lechín sugiere volver a leer a Maquiavelo) desde hace décadas por quienes impulsan un proyecto de poder total, de copamiento y control de todo el espacio político, claramente antidemocrático. Y lo que es aun más difícil de entender: un proyecto cuya ejecución fue anunciada sin reparos y que lleva ya décadas avanzando a trancazos, incorporando en su carrera a grupos que apuestan a la violencia como “métodos disuasivos”, como la guerrilla, antes; o ahora, cada vez más, el narcotráfico. Con una aclaración en este último punto, como bien hizo notar hace poco Alicia Tejada en un comentario: el narcotráfico ha demostrado ser transversal en el ejercicio de la política partidaria, sea de derecha, centro o izquierda.
Una aclaración a la que Lechín insiste en añadir otra. Es decir, como una aclaración a la aclaración (parece juego de palabras, pero no lo es). Antes, sostiene, el narcotráfico permeaba a la política desde afuera; ahora, dice, lo hace desde adentro, asumiendo el mando, ejerciendo como jefazo. La pregunta es: más allá del dime y direte que genera la coyuntura plagada de escándalos por las reiteradas denuncias de vínculos de narcos con políticos, de violación de derechos humanos y otras más, ¿qué están haciendo los políticos y los intelectuales, cada uno con sus marcadas responsabilidades, para dar fin a este círculo vicioso, para encontrar rutas alternativas que nos impidan caer al abismo y salvar el pellejo? Pensando, no están, parece. Y sin pensamiento, no hay solución.
(*) Publicado en El Deber y Los Tiempos, domingo 03 de junio de 2022