Por Maggy Talavera (*)
La invasión y ataque de Rusia a Ucrania ha desencadenado una ola de indignación y de reproches que tiene como blanco central al presidente ruso Vladimir Putin. En esa oleada, el principal “malo de la película” es Putin, sobre quien se ha escrito mucho y, sin duda, se seguirá escribiendo en los próximos meses, tratando de llegar hasta sus entrañas para ver qué es lo que lo mueve. No es que falten motivos para ello, pero es un desacierto enfocar toda la atención solo en Putin, dejando de lado a otros actores y factores que han sido y son claves en el surgimiento de personajes como Putin, hoy, o antes como Hitler y otros.
Los Putin no aparecen en esta vida por acaso, de la noche a la mañana. Se van formando al influjo de una cadena de acciones y omisiones personales, pero también colectivas, de las que no están libres de responsabilidad muchas de las voces que hoy se espantan por la actuación del presidente ruso. Una evidencia que vale tanto para el caso de Vladimir Putin como para muchos otros que, por ahora, parecen menores, pero que ya dan muestras de ser tan inhumanos e incluso letales para sus pueblos y para la comunidad internacional.
Porque una cosa queda en claro, tras las primeras semanas de ataques de Rusia a Ucrania: las heridas abiertas, las muertes de inocentes, los estragos a todo nivel causados hasta hoy afectan no solo al pueblo de Ucrania, sino también al de Rusia, al de los pueblos vecinos e incluso a los que estamos a millones de kilómetros de ambos países. Es más: esa afectación no es apenas actual, sino que además desencadenará una serie de graves secuelas a corto y largo plazo, y a escala global.
No es poca cosa. Es una realidad muy dura que entraña unas perspectivas desoladoras para la humanidad, ya bajo peligro por otras amenazas como la crisis sanitaria por el Covid-19, el cambio climático y tantas más. Pero volvamos a Putin, a los Putin de esta vida o, más bien, de la muerte, como dice el titular de este desahogo dominguero. Urge hacer un énfasis en la alerta del surgimiento de muchos Putin a lo largo y ancho del planeta. Van por el mundo pregonando violencia y muerte, en discursos casi siempre camuflados como “revolucionarios” o transformadores, bajo el amparo de quienes deberían combatirlos.
Los estamos viendo entrar en escena, sin reparos en las formas, justo en esta grave crisis desatada por la invasión y ataques rusos a Ucrania, cuyos orígenes tampoco pueden ser ignorados o soslayados, sin que esto signifique, en absoluto, tratar de justificar la criminal acción del gobierno de Putin. Las votaciones dadas en Naciones Unidas y otras instancias internacionales, referidas al caso que nos ocupa, han dejado en claro quiénes se alinean al lado de la violencia y la guerra, al lado de Putin. En la lista están supuestos antagónicos, como un Maduro (Venezuela) y un Bolsonaro (Brasil), o un Ortega (Nicaragua) y un Bukele (El Salvador). Lamentablemente, también figura en esa lista Bolivia, gracias a Arce y a Morales, al lado de Cuba, Armenia, Bielorrusia, Kazajistán, Kirguistán y Tayikistán.
Esa lista tampoco es un dato menor. Es una señal clara de cuál es el carácter que anima a esos gobernantes, un carácter marcado por su inclinación a la violencia o ataques para “dirimir” diferencias y “resolver” conflictos entre partes. Una señal que, a pesar de lo dicho en tantos discursos pacifistas o de supuestas reconciliaciones a través del diálogo, no está siendo tomada en cuenta y en serio por los responsables de más de un organismo internacional, así como por más de un gobierno democrático, hoy aparentemente sorprendidos, preocupados o alarmados por la acción de la Rusia de Putin, pero que siguen haciendo de la vista gorda e incluso alentando el surgimiento de otros “putines”.
Tal vez es así porque no terminan de convencerse de algo ya advertido reiteradas veces y por más de un estudioso del tema, como es Fernando Savater, entre otros: que “hacer la vida soportable exige un esfuerzo constante de sensatez racionalista, nunca consolidada del todo y siempre en peligro de retroceder ante los desbordamientos del fanatismo, la intolerancia o la ambición”. Unos desbordamientos que suelen llevarnos a la guerra, cuya persistencia o perduración “convierte la historia en un estúpido martirologio”.
(*) Publicado en El Deber y Los Tiempos, domingo 06 de marzo de 2022