Por Alfonso Cortez
Hace algunos días se hizo viral en redes sociales la fotografía de una pareja abrazada con las banderas de Ucrania y Rusia, acompañada de mensajes como “el amor puede vencer cualquier cosa”. El contraste de este retrato romántico frente a las cruentas imágenes y testimonios de la reciente invasión rusa en suelo ucraniano, es un poderoso detonador para conmover y emocionar al resto del planeta que mira estupefacto el inicio de acciones bélicas y violencia, cuando aún no hemos terminado de salir de una dolorosa pandemia mundial.
Aunque las investigaciones periodísticas revelaron que la foto fue tomada y compartida en Instagram en 2019, durante el concierto de un rapero bielorruso en Varsovia, y no tiene ninguna relación con el conflicto actual, su carga simbólica está más vigente que la historia detrás de ese fortuito registro visual que, originalmente, no tenía ninguna intención política.
La imagen de la rusa Juliana Kuznetsova, junto a su novio —ucraniano—, tocando sus frentes, abrazados, y ambos con las banderas de sus países colgadas como capas, no podía pasar desapercibida y revivir, y hacerse aún más viral, en las presentes circunstancias.
La relación amorosa de esta pareja, que ahora cobra actualidad por el conflicto, y que desconocemos su desenlace, me hizo cavilar sobre unas recientes lecturas que trataban sobre la invención de un particular lenguaje de quienes se aman.
¿Han reparado cómo se invocan, secretamente, con quien comparten afectos? ¿Podrían hacer un inventario de los términos, vocablos, frases, e incluso tonos peculiares, que solo los usan con esa persona? ¿Sabían que una relación crea su propio “idioma”?
En la novela Ordesa del español Manuel Vilas, hay un párrafo que hace referencia a ese lenguaje íntimo que construyen los amantes: “…me dolía especialmente el desmoronamiento de la ternura. Vienen a mi cabeza frases que ella decía, llenas de bondad. Entonces supe que la muerte de una relación es en realidad la muerte de un lenguaje secreto. Una relación que muere da origen a una lengua muerta”.
Jordi Carrión, citado por Vilas, en un estado de Facebook, escribió también al respecto: “Cada pareja cuando se enamora y se frecuenta y convive y se ama, crea un idioma que solo pertenece a ellos dos. Ese idioma privado, lleno de neologismos, inflexiones, campos semánticos y sobrentendidos, tiene solamente dos hablantes. Empieza a morir cuando se separan. Muere del todo cuando los dos encuentran nuevas parejas, inventan nuevos lenguajes, superan el duelo que sobrevive a toda muerte. Son millones, las lenguas muertas”.
El nombre de una de las primeras novelas del escritor boliviano Wolfango Montes hace referencia a esto mismo: Ese indiscreto código de los amantes.
El argentino Ricardo Piglia, en Los diarios de Emilio Renzi, hace también una mención a esta particularidad en las relaciones: “…lo cierto es que inmediatamente construimos un lenguaje común, un idiolecto, un idioma privado que solo hablan dos personas y que ha sido siempre para mí la condición del amor”.
¿Cuántas lenguas hemos inventado, y luego, hemos dejado morir? ¿Habrá alguna posibilidad de que esta rusa y el ucraniano, así como tantos otros millones, hermanados por inquebrantables lazos históricos y afectos, preserven su idiolecto? ¿Habremos aprendido algo en estos dos años virulentos? ¿Todavía es posible creer que “el amor pueda vencer cualquier cosa” y traer algo de paz?