Evo Morales estaba muy asustado cuando huyó del país como para pensar en dar vuelta la tortilla, reescribir la historia de lo sucedido en noviembre del 2019, y hacer creer a todo el mundo que lo había derribado un golpe de Estado. Morales no había escuchado ni un solo disparo, no vio a un solo militar con uniforme de combate, no lo aterrorizó oír por radio la emblemática marcha “Talacocha”, pero llegó al Chapare asustadísimo, al extremo que pensó que el piloto del avión presidencial lo estaba llevando a un hangar donde se encontraría con militares con cara de perros que lo torturarían. Cuando vio que la cuestión no era así, que no lo colgarían como a Villarroel, lloró emocionado. Y cuando lloró él, también lloró su “alter ego”, García Linera. Estaban a salvo.
Evo Morales había escapado de La Paz, abandonándolo todo, porque sabía que su estafa electoral había sido descubierta, y porque ya no se trataba que la “derecha” reclamara por la trampa, sino porque el Informe de la OEA era contundente: habían existido graves irregularidades, es decir, fraude. A tal extremo quedó en evidencia su montaje mafioso, que, desesperado, para ganar tiempo, quiso anular las elecciones e ir a nuevos comicios, con él de candidato, naturalmente. Pero el pueblo boliviano ya no lo soportaba. Olía mal. Y desde Santa Cruz le llegó un ultimátum inapelable de rendición.
Sin embargo, el poder para quienes lo han disfrutado a plenitud, es delirante, envicia. El delirio paranoide de Evo Morales, pasado el susto, no resistió la primera sugerencia de retornar al poder. ¿Pero cómo? ¿Cómo volver si había huido sin oír ni un tiro y abandonando a su gente? ¿Él, que había impuesto el guevarista y desafiante “patria o muerte”? Era necesario dar vuelta la tortilla, reinventar la historia de inmediato, y mostrarse como víctima de un “putsch”. Recurriendo a todos los ardides, cambiar la idea de fraude por golpe. Para eso existía una condición esencial: había que hacer que todos en el país hablaran solamente del golpe de Estado y no del fraude.
Había que encarcelar, sin juicio ni nada, a la insurgente principal: Jeanine Añez. No interesaba si era culpable de algo o no. Lo importante era que la nación entera lo supiera. Y en el exterior también. Aprehender a sus ministros, viceministros, directores, a todos quienes hubieran tenido un lugar en el “gobierno de facto”. Había que sentar ejemplo para que nadie, nunca más, participara de una administración que no fuera masista.
Se dijo que la OEA, sumisa al imperialismo (léase Estados Unidos), había colaborado con el alzamiento. Que la Unión Europea y la ONU estaban muy lejos como para saber lo que había sucedido en Bolivia. Mas todo esto resultaba insuficiente. Lo del fraude electoral es tan obvio que no se puede trocar por un inexistente cuartelazo. Ahí apareció lo que los masistas podrían llamar “la solución argentina”.
No vamos a entrar al detalle de la misteriosa carta encontrada en la correspondencia ordinaria de la embajada platense, que ha producido todo este escándalo, porque sobre el tema ya se han escrito miles de páginas y se ha gastado mucha saliva. Solo sabemos que se trata de una intriga maquiavélica que encaja perfectamente con el propósito de Evo Morales, enfebrecido por que se hable de los militares y del golpe de Estado. Claro que, esta vez, involucrando al gobierno de Mauricio Macri, en una supuesta ayuda militar a la señora Jeanine Añez para contener a tiros a la poblada que saldría en defensa del régimen masista derrumbándose.
La dichosa carta, de dudosa procedencia por donde se la mire, es una muestra de hasta dónde puede llegar la angurria de poder de una persona. Y cómo, para lograr ese objetivo, lo que menos importa es crear desconfianza y hacer peligrar la amistad entre dos naciones. Bolivianos y argentinos hemos caído en la mentira, la calumnia vil y la impostura, para ocuparnos de algo sin sentido, sobre lo que no vale la pena ni siquiera llevarse un disgusto y lo mejor es dar vuelta la página.