Por Maggy Talavera (*)
Miércoles 12 de agosto de 2020. Se acerca la medianoche y todos los que aún están en la redacción no ocultan su cansancio y las ganas de regresar a casa. Por eso celebran al oír la voz de José Miguel anunciando la partida de su vagoneta Nissan para cubrir el recorrido de rutina establecido para devolverlos, uno a uno, a su refugio. Medardo y María Elena, entre otros, abordan felices el vehículo, mientras descuentan mentalmente el tiempo que les falta para llegar al destino deseado.
Pero el deseo se frustra. Poco antes de la medianoche, justo cuando José Miguel da un giro en el retorno de la carretera que une la capital cruceña a Cotoca, a la altura de El Trapiche, su Nissan es embestida por la camioneta Toyota Hilux que conduce José Hugo. El impacto es tan fuerte, que destruye casi en su totalidad a la vagoneta, provocando la muerte instantánea de Medardo, la agonia de José Miguel -que no resiste siquiera hasta el hospital al que lo trasladan y fallece en el trayecto- y el estado de máxima gravedad de María Elena, la única sobreviviente.
Pocas imágenes de ese momento son las que conserva María Elena. Lo que sí no olvida, ni aunque trate de poner el mayor empeño en lograrlo, es el momento en el que el médico que la está asistiendo le dice que no volverá a caminar. Nunca más, a no ser que ocurra un milagro. Otro, en realidad, porque sobrevivir al accidente ya fue un milagro de vida. No es difícil imaginar el rostro compungido de María Elena. Ella, una joven periodista de solo 31 años, acostumbrada al ajetreo intenso del oficio, teniendo que aceptar lo inevitable a partir de ese momento: ¡no podrá volver a caminar!
Muy duro. Más aun al conocer luego que su compañero de trabajo y el señor que cada día la devolvía a casa estaban muertos. Y como si todo esto no bastara, tener que enfrentar el vía crucis que comenzó a recorrer desde entonces para poder recibir la atención médica y los cuidados especializados que demanda su condición de parapléjica. Un vía crucis del que pudo ser liberada si los dueños del diario en el que trabajaba hubieran decidido darle la cobertura que demanda su cuidado. No lo hicieron entonces, ni lo están haciendo a la fecha, pese a los intentos de conciliación propuestos desde el inicio, antes de llegar a la etapa que están ahora, de cara a un inminente proceso judicial civil.
¿Por qué llegar a un juicio cuando la legislación vigente prevé mecanismos de conciliación que permiten resolver de manera amigable una situación como la planteada en el caso expuesto por María Elena? Las partes expondrán sus razones, pero es muy probable que ninguna de ellas sea capaz de borrar la sospecha que despierta esa resistencia, y que no es otra que la de entrever aquí, como en tantos otros casos, la intención de incumplir las obligaciones que se tiene como parte patronal en casos referidos a accidentes laborales.
Seguramente pese ahí el cáculo económico, eso de medir los gastos en los que debe incurrir la parte patronal para cubrir la atención y servicios medicos de su trabajador víctima de algún accidente. Un cálculo que muchas veces no se dá al pensar en otro gasto en el que incurre una de las partes, o ambas, para lograr fallos judiciales favorables a sus intereses. Hablo concretamente de sobornos a policías, fiscales y jueces.
Recuerdo aquí lo dicho hace años por el expresidente de Cotas, Iván Uribe, uno de los investigados en el desfalco denunciado en la Cooperativa, conocido como el caso Cotas en cuotas: que frente a cualquier jucio importa más contratar un buen negociador, que un buen abogado. Uribe lo dio luego de admitir publicamente haber desembolsado al menos 40.000 dólares, en dos partidas de 20.000 cada una, para asegurarse un fallo de sobreseimiento en el caso. Una práctica común, según lo visto en el seguimiento de otros tantos casos, sean de carácter público o privado.
Un “recurso” inalcanzable para María Elena, esta joven periodista que no tiene siquiera lo suficiente para cubrir a diario los 150 bolivianos que cuesta cada sesión de fisioterapia. Un dato menor en medio de tantas dificultades que debe enfrentar a todo momento desde ese lugar inamovible al que está condenada desde agosto de 2020 y que le impide, al menos por ahora, volver a la rutina, a la normalidad, al trabajo.
Duele adentrarse al drama personal de María Elena. Duele por ella y por su mamá, a la que le faltan brazos, pero no corazón ni fuerza de voluntad, para arratrar a su niña grande de la cama a la silla de ruedas. Y duele aun más al tomar consciencia de que María Elena es apenas un botón de muestra de una realidad que viven a diario cientos de miles de personas de todas las edades, profesionales o no, que han sufrido un accidente laboral y no alcanzan a recibir los beneficios que merecen y que están reconocidos por ley.
(*) Publicado en El Deber y Los Tiempos, domingo 12 de febrero de 2023