Por Maggy Talavera (*)
Escena número uno: un señor bien peinado, de saco y sin corbata, aparece en primer plano y hace leves giros mientras mira fijo a una cámara que capta al fondo la silueta de un árbol de Navidad y, según el giro, un cuadro colorido. Habla de paz y tranquilidad, de justicia y equidad, y hasta desea feliz año nuevo. Escena número dos: un grupo de asalto intercepta y secuestra al gobernador de una región por orden del régimen que preside el bien peinado. Al secuestro le sigue el encarcelamiento del cazado y el ataque violento a su región, a manos de policías y otras fuerzas irregulares que echan por tierra todo deseo de una amable despedida de 2022 y el inicio de un feliz 2023.
Entre una escena y otra hay apenas pocos días de diferencia. El actor principal en ambas es el mismo: el señor bien peinado. Caradura, le cantarán luego en coro millones de voces que se resisten a seguir embargadas. Caradura por hablar de paz, mientras alienta guerras internas de alto calibre. Caradura por hablar de tranquilidad, cuando apuesta por generar zozobra e instalar el miedo. Caradura por hablar de justicia y equidad, a la par que ajusta mecanismo de control y subordinación de policías, fiscales y jueces. Caradura por hablar de estabilidad y crecimiento, mientras que ordena decretos y normas desestabilizadores. Caradura al aplaudir una diversidad y complementariedad que, en los hechos, ignora.
Caradura, a secas, pero no en solitario. Un adjetivo como ropaje que comparte con tantos otros personajes que lo rodean, alientan, aplauden y hasta lo emulan. Caraduras que van por todos lados haciendo alarde de sus sinvergüenzuras, sin el menor rubor ni temor a los reproches del tan mentado pueblo y menos aun a la sanción o castigo establecidos por las leyes terrenales o celestiales. Seguros de contar con la impunidad que les regalan otros no menos descarados que el caradura principal, creen también estar exentos del castigo divino que a veces tarda en llegar. Una demora que juega en contra de las víctimas de ese ejército de caraduras, con consecuencias nefastas que se cuentan en muertes.
Muertes físicas, sí, pero también simbólicas y muchas veces intangibles, como es la de la esperanza. Un extremo al que se puede llegar si no hay una reacción oportuna y efectiva de quienes se declaran, sienten y padecen como víctimas de los caraduras organizados. Sí, organizados y con plan de acción en marcha, como es el caso del señor bien peinado y del séquito que lo acompaña. Un plan de acción criminal que pasa por la aniquilación de todo ser pensante que ose cuestionar su proyecto de poder totalitario, no a futuro sino en este presente inmediato. Así lo está demostrando una y otra vez, desde hace ya dieciséis años, sin que una fuerza mayor que sí existe, pero no tiene orden ni guía, sea capaz de frenarlo.
¿Será que ahora, cuando por enésima vez esa caradurez se ha manifestado con toda la prepotencia y violencia de la que es capaz, emergerá una fuerza capaz de ponerle freno de manera efectiva y definitiva? ¿Una fuerza que vaya más allá de los arrebatos institivos, mucho más allá de las sentidas movilizaciones de protesta que estallan en ciudades, calles y campos, más allá incluso de acciones de hecho que se traducen en rebeldía y resistencia civil? Una fuerza capaz de materializar el verso musical contagioso que repite “caradura, no me quieras imponer tu dictadura… la verdad será siempre nuestra armadura”.
Sí, es posible. Como venimos repitiendo hace rato: aun estamos a tiempo para frenar a tanto caradura deseoso de imponer su dictadura. A tiempo, pero contrarreloj. Una presión que no admite más medias tintas, ni pasos en falsos, ni falsos discursos recitados por falsos abanderados de la lucha por la libertad.
Bolivia está otra vez al borde del precipicio. Esta vez, muy cerca de caer al abismo.
(*) Publicado en El Deber y Los Tiempos, domingo 8 de enero de 2023