Alfonso Cortez
Desde mi barbecho
Comunicador Social
El pasado viernes no escribí nada debido a una sequía temporal de ideas o temas, le envié un mensaje a mi editora confesándole que estuve un par de horas frente a la pantalla en blanco y no me salía nada que valga la pena publicar. En el breve correo, pidiendo licencia, le señalaba que esperaba que esta aridez sea temporal y llegue pronto una primavera de letras. A un par de personas, que notaron mi ausencia, les dije —medio en serio, medio en broma—, que “tenía mucho humo en la cabeza”. Esto último es quizás la verdadera razón de que cualquier tema que se me ocurría se marchitaba al instante en medio de la asfixiante humareda que nos está intoxicando.
Este septiembre cumplo seis años de escribir ininterrumpidamente esta columna de opinión, en su segunda época. El 23 de septiembre de 2016, con el título Cielo de septiembre, señalaba que “contrariamente a lo que reza el himno departamental, bajo uno de los cielos más impuros de América, los habitantes de Santa Cruz debemos repensar el futuro de esta locomotora que nos está intoxicando con su humareda”. La región, no solo Santa Cruz, se cocina a fuego lento en su propio modelo de desarrollo. Las miles de hectáreas —legales e ilegales—, que arden todos los años están ocasionando una deforestación sin precedentes. Esta es la historia de un descarrilamiento anunciado.
En 2017, con el título Chamuscar el porvenir, alertaba que “es insostenible seguir ampliando la frontera agrícola aliados con el fuego. Las brasas no pueden seguir siendo la tecnología de nuestro proceso productivo. Es urgente explorar nuevas formas de producción agrícolas más ecológicas. Se dice, con orgullo, que la cosecha del agro cruceño contribuye a garantizar la seguridad alimentaria del país. Sin embargo, es inconcebible sacrificar la salud pública debido a modos de producción insostenibles e ineficientes prácticas agropecuarias”.
En 2018, escribía que por algunos meses nos estamos acostumbrando a inhalar aire contaminado. Otros tantos, a soportar vientos huracanados de hasta 80 kilómetros por hora. Y desde hace algunas décadas, a padecer elevadas temperaturas que las atribuimos al calentamiento global. Vivimos, como los habitantes primigenios, esperanzados con la lluvia. Ojalá que, además de agua, tengamos una lluvia de ideas que nos ayuden a evitar la desquiciada erosión de nuestros suelos.
En 2019, en Reflexionar desde las cenizas, razonaba que “está muy bien aspirar a ser un país agroexportador. Sin embargo, así como la naturaleza, sabiamente, busca armonía dentro de sus sistemas, el ser humano también tiene que encontrar un equilibrio entre la explotación y la conservación. Es imprescindible mejorar los sistemas de producción existentes, obsoletos y sin las adecuadas tecnologías; aumentar los indicadores de eficiencia y rendimiento, que relacionan la cantidad de recursos utilizados con la cantidad de producción obtenida por hectárea; capacitar tecnológicamente a quienes, con muy poca experiencia, incursionan en la gestión agrícola; reforestar terrenos y respetar la vocación natural de los suelos”.
Los chaqueos, la quema de pastizales y los incendios forestales producen estos cielos mustios y este aire irrespirable que nos agobia. Los bosques y la selva nos hace diferentes del resto de regiones del país que tienen suelos desérticos y erosionados. A nombre de la autosuficiencia alimentaria y el crecimiento económico estamos dejando en cenizas frágiles ecosistemas y calcinando nuestro futuro. Estamos frente a una tragedia ecológica, la estamos respirando, pero no la queremos ver.